Hay cosas que aunque pasen los años no se olvidan nunca, y otras que olvidamos y cuando nos damos cuenta que ha sido así nos hace sentir, como mínimo, tristes. Eso me había pasado a mí con un romance que aprendí de mi madre siendo pequeña y que nunca anoté porque confiaba en mi memoria. Lo repetí para ella tantas veces en el deseo de memorizarlo completo y que se sintiese orgullosa de mí que no me pasó por la cabeza, ni por un momento, la posibilidad de que se me pusiera olvidar con el paso del tiempo, pero…, pasó. Un día que intenté recitárselo a alguien me di cuenta que la mayoría de sus estrofas ya no estaban en mi memoria y tuve la sensación de haber perdido parte de mi infancia.
Mi madre sabía algunos romances porque una vecina suya muy mayor, de nombre Basilisa, las entretenía de pequeñas recitándolos una y mil veces, y ella nos los decía a mi hermano y a mi de chicos. Entre todos ellos el de la niña perdida era mi favorito, y por eso me empeñé en memorizarlo para luego perderlo en el tiempo.
Hace poco, hablando con mi amiga Milagros, que como yo ama la tradición y el folclore, salió a colación esa frustración mía por haberlo perdido en gran parte. El colectivo con el que ella colabora había hecho recientemente unas Jornadas etnográficas donde el romancero había sido el protagonista, y creía recordar que ése concretamente había sido uno de los que habían disfrutado en dichas Jornadas, quedó en buscarlo en los archivos haber si había suerte y ayer, como regalo de cumpleaños, encontré en mi correo el romance de mi madre. Supongo que no hace falta contar la alegría que me llevé al verlo y comprobar que era el mismo aunque con algunas diferencias, propias de la transmisión oral, que ya he corregido en mi archivo guiándome por los retazos que aún rondaban por mi memoria, ni como me bajaron dos lagrimones en cuanto leí la primera estrofa.
Como me gusta compartir todo lo bueno que nos da la vida en nuestro día a día, hoy toca compartir con mis lectores este fragmento de mi infancia.
Ojala les guste tanto como a mi, y en todo caso…, es parte de nuestra tradición, y por nada del mundo voy a permitir que se me vuelva a perder. Mamá… ¡Va por ti!
El romance de la niña perdida
En el valle de La Almena se celebra una función,
en una ermita que llaman de la Esperanza de Dios.
El día 15 de abril, con muy grande devoción,
el Señor Fernando Sánchez y la esposa de su amor,
llevan a su hija Gertrudis y a su hijo Ramón.
La niña tiene tres años y es más bonita que un sol.
A la salida de misa, después de la procesión,
Ramón como mayorcito de la niña se encargó,
y a las cuatro de la tarde sin saber porqué ocasión,
comenzó a correr la gente, corriendo y sin detención.
Acudió Ramón entonces, pero la Gertrudis no.
¿Dónde has dejado a la niña? Su padre le preguntó.
La niña se ha perdido, cuando la gente corrió,
creí que me atropellaban, por eso me marché yo.
Los padres que oyeron esto, sin aguardar más razón,
cada uno por su lado, preguntando en alta voz:
¿Quién da nortes de una niña que hace poco se perdió?
Nadie les daba noticias.
Y apenas se oscureció, se recogen en la ermita ante de la madre de Dios, poniéndose de rodillas, le piden con devoción,
que les repare a su hija, que hoy mismo se les perdió.
Han pasado doce años, cayó por Quinta Ramón.
Cuando cayó por soldado, sin tener más detención,
se despide de sus padres, con lágrimas de dolor.
¡Hijo de mi corazón que bien solitos nos dejas!
Si caemos en la cama ¿A quién pedimos favor?
Madre usted no desconfíe, tengan esperanza en Dios.
Le tocó para ultramar, y al momento se embarcó.
Llegó a la Isla de Cuba, donde armas sujetó,
y allí pasó cuatro años, recorriendo las montañas,
en busca del enemigo, según órdenes le daban,
y día tras día esperaba, tomar licencia absoluta,
para volver a su patria.
Un día salió Ramón, a recorrer las montañas,
en busca del enemigo, según órdenes le daban,
y allá en aquella montaña, un indio se le acercaba.
Dime, valiente español, ¿Quieres comprar una blanca?
Sólo tiene veinte años, hoy mismo me la encontraba,
al pié de un gran caballero, La joven llorando estaba,
y cuando me vieron venir, al momento se marchaban.
¿Dónde la tienes buen indio?
Recogida en mi cabaña,
si la quieres ver, venir, que seguro que os agrada.
Pronto llegan a la choza, y apenas en ella entraban,
encontraron a la joven, en el suelo desmayada.
Le echaron agua en el rostro, y al momento despertaba,
malmente vio al militar, de esta manera le hablaba:
Compadeceos señor, de esta joven desgraciada,
que hoy mismo perdió a su padre, que fue muerto a puñaladas.
Decir joven vuestro nombre.
A mí Florentina llaman,
mi padre Jacinto Orden, su naturaleza Italia,
amigo de correr mundo, nunca paraba en su patria.
Veníamos de Inglaterra, dirigidos para España,
a cumplir una promesa, a una imagen que llamaban,
de la Esperanza de Dios, según mi padre contaba,
en el valle de La Almena, su santuario se encontraba.
Respondió Ramón entonces: ¡Oh, Reina tan soberana!
Esa es mi patria querida donde mis padres estaban.
¿Os queréis venir conmigo? Os llevaré hasta mi casa,
que aunque mis padres sean pobres, no nos ha de faltar nada.
Muchas gracias caballero, siempre que yo viva honrada,
hasta el final de mi vida, iré gozando a España.
Preguntó Ramón al indio: ¿Cuánto quieres por la blanca?
Es digna de compasión, para mí no quiero nada,
sólo que mires por ella, como si fuera tu hermana.
Alegres llegan a Cuba, dejándola en una casa,
de mucho honor que Ramón, a menudo frecuentaba.
No pasando muchos días, cuando Ramón alcanzaba,
ya su licencia absoluta, para volver a su patria.
Persiguió su embarcación, y ya que a tierra saltaba,
en un tren para viajeros, muy pronto se presentaban,
en la casa de Ramón, donde sus padres estaban.
Los parientes y vecinos, sólo a Ramón saludaban,
y a la pobre Florentina, nadie le decía nada.
Padre de mi corazón, que hija tan desgraciada,
dejaste en este mundo, a quien tú más estimabas,
cuando te dieron la muerte, que a mi también me mataran.
Apenas la oyó Ramón, con amor la consolaba:
Primero pierdo la vida, que quedes desamparada.
Y los padres de Ramón, ya a su hijo preguntaban:
Dinos, Ramón ¿Qué señora es ésa?
Madre ésta es mi novia, la traigo de tierra extraña.
Y al otro día que mañana, caminaron al santuario,
y apenas que en él entraban, todos hacen oraciones a la Virgen coronada,
porque les trajo a Ramón sin novedad a la casa.
Cuando salían afuera, un caballero que entraba,
el que viendo a Florentina, tiernamente la abrazaba.
¡Hija de mi corazón, esta Virgen coronada,
quiso que volviera a verte, donde una vez te encontraba.
Y Florentina decía: Pero padre de mi alma,
ya viéndolo visto muerto, ¿cómo fue que resucitara?
Dios no quiso que muriera, de las fuertes puñaladas,
que me dieron los ladrones, allá en aquellas montañas.
Yo fui a Cuba fui y me curé, y cuando por ti preguntaba,
me dijeron que una joven, que Florentina llamaban,
con un joven licenciado, para España se marchaba.
Y hoy vengo a restituir, ya de tu vida pasada.
Hace diecisiete años, que yo por aquí pasaba,
cuando la gente corría, no sé por qué circunstancia,
a ti te encontré llorand,o solita y desamparada,
te pregunté por tu nombre, Gertrudis tú te llamabas,
tu padre Fernando Sánchez, con tu madre Rafaela estaba,
y Ramón te acompañaba.
Viendo tu gran hermosura, y tu explicación tan clara,
quise buscar a tus padres, pero luego me acordaba,
que mejor era llevarte, para criarte en Italia.
Te puse el nombre de Flora, por Flora me contestabas.
Tú, mi única heredera, por si la muerte me llama,
allá en el Banco de España, tengo cuarenta mil duros,
y otros tantos en Italia.
Los padres que oyeron esto, ambos dos se abalanzaban,
para abrazar a la hija, que un día le arrebataran,
sólo Ramón se quedó, inmóvil como una estatua.
Cuando la madre cayó, en el suelo desmayada,
y después de vuelta en sí, en alta voz exclama:
¡Hija de mi corazón, nacida de mis entrañas,
no creí volver a verte, mas la Virgen Coronada,
al cabo de tanto tiempo, volvió a traerte a mi casa!
Ora vamos a Ramón, el que abrazaba a su hermana,
Y en altas voces decía, con alta voz exclamaba:
¡Viva el rey, viva la reina! ¡Y viva la Inmaculada!
Que por traer a mi novia traje a mi querida hermana.
Pues hay un refrán que dice: Quien a Dios busca, a Dios halla.